viernes, 18 de octubre de 2013

Enigmas de las estrellas

Eran dos seres humanos. Simples pedazos de carne y algo más que los movía. Habitantes de un Universo que a ellos y solamente a ellos tal vez ya perteneciera. Bueno, a ellos, y acaso a un Dios cuya única certeza existencial se alojaba por de pronto en sus cabezas. Se miraban. Sus gargantas, reflejaban un vocabulario repleto de palabras innecesarias. Sus pupilas, rellenando tal carencia, se engarzaban con el cielo a través de un invisible lazo de ausencias compartidas. En aquellos instantes ambos dibujaban al amparo de las constelaciones un interrogante tan escurridizo como enigmático; un interrogante, que nunca antes había tenido respuesta. La única respuesta eran ellos. O, en todo caso, ellos eran los únicos que podían dar con la respuesta- suponiendo, claro está, que la susodicha existiese. En todo caso, lo cierto es que, tal vez, aquella respuesta era lo único que todavía los justificaba como a dos seres humanos. Se miraron. Sin embargo, en esta ocasión, sus pupilas, brillaban con menor incertidumbre. La noche era gélida. Se sosegaban unidos; unidos bajo la atenta mirada de millones de resplandecientes estrellas que la noche les brindaba. Sus manos, enlazadas a través de los dedos completando el círculo de un rompecabezas feliz, combatían con mil caricias la soledad del Misterio. No quedaban- o si quedaban, se antojaban siempre insuficientes- palabras con las que responder al enigma de la vida, al encanto de los cielos, a los vientos del olvido; en definitiva, a la pasión de los sueños. Se abrazaron tiernamente- casi de una forma un tanto desesperanzada. Sabedores de estar solos. Completamente solos. Irremediablemente solos. Últimos supervivientes de una nave que se hundía sin remisión en los confines del tiempo. Una nave, cuya proa, glosaba su condición – resguardada en la memoria bajo un cajón de la Historia- de algo que fue humanidad. Entonces, inesperadamente, como si el ancla de aquel interrogante se negara a ser tragada junto a ellos en el infinito abismo, apareció la respuesta. Como una luz. Como un rayo desbocado que derrumbaba la noche. Y, esa luz, esa misma luz macilenta y nacarada que a los dos impresionó, provino del mismo cielo que ambos juntos contemplaban. Allí habitó desde siempre y allí dejaría de habitar cuando se les rebelara. Hubiese sido suficiente con mirar al cielo de otra forma. Tal vez con otros ojos: con unos ojos algo menos contaminados. Con una predisposición diferente. Con un talante algo menos artificial. Entonces, la última mirada humana se produjo. Ya nada quedaba por hacer o por decir. Sabedores del final de la aventura, ambos seres acordaron apagarse lentamente, sin prisas, con la dignidad que merecía la especie a la cual representaban. De ahí que, a medida que sus corazones iban consumiendo la escasa mermelada de recuerdos que aún los mantenía con vida, rememoraran sus sueños, sus ilusiones, sus quimeras, sus anhelos más profundos. La cúpula celestial refulgió para entonces como nunca. Dos pequeñas llamas de sinceridad se agotaban quemando el amor por última vez bajo la eterna soledad de la noche. Y así fue cómo, en aquel instante, cuando la chispa de la pasión ni tan siquiera daba ya para mantener un segundo más de calor a la vida que marchaba, que aquellos dos seres humanos se entregaron al morir. Sabiendo lo más preciso. Sabiendo lo más vital. Sabiendo lo más precioso. Para entonces, tan sólo quedaba ya una pregunta a responder: ¿qué estrellas correspondían a sus seres más queridos?

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