jueves, 26 de septiembre de 2013

Siempre te tuve a mi lado

Siempre te tuve a mi lado. Aunque tú no lo supieras, aunque tú no me soñaras; aunque nunca lo estuvieras de una manera palpable- como te tengo ya ahora. Siempre, como te digo: siempre te tuve a mi lado. Qué importancia puede tener eso ya ¡eras tan real entonces! Tu presencia, que cada noche se me aparecía envuelta bajo un lindo tul de idealización, saciaba de serenidad los días de mi existencia copando de ilusión todas las noches de insomnio. Tu estampa, que cada vez resultaba más difícil de perpetuar en mi grisácea memoria, ecoaba en mí a través de mil suspiros. Pero a mí, como podrás suponer, eso jamás me bastaba. No, no me bastaba. Y, no me bastaba, porque era demasiado cruel, demasiado ingrato de aceptar, demasiado enojoso de acatar, demasiado penoso de soportar, demasiado difícil de asimilar, que nunca más tendría ya la más remota oportunidad de volver a verte, que ya nunca más volvería a tener la más mínima oportunidad de caminar a tu lado. Sí, lo reconozco: una imprudencia por mi parte. Palabras que en su tiempo debieron haber nacido de mi boca, y que, por cautelas, o quién sabe si no también por esa malsana timidez que hace comportarme en ocasiones como un autentico estúpido, me han dado un buen escarmiento. Te quería… pero no te lo dije. Era más sencillo callar, no decir nada, aguardar desde el patio de butacas viendo cómo el cinematógrafo pasaba frente a mis ojos la mejor película de mi existencia dejando escaparla en vida. Pero el destino, y que en ciertas ocasiones nos permite enderezar los caminos que no andamos, parecía predispuesto a ofrecerme una nueva oportunidad. Dos encuentros- de lo más inesperados todos ellos -, una visita fugaz circunscrita a un museo, unas cuantas citas – no te puedes ni imaginar cómo anhelaba yo entonces la presencia de las cenas- y aquel invisible hilo que había permanecido atascado en lo más profundo de mi corazón durante tanto y tanto tiempo, decidió que ya iba siendo hora de soltar generosamente la rueca de los sentimientos. Unas palabras que de forma tangencial que días antes habías pronunciado en mi presencia respecto del amor, hicieron que demorara para mejor ocasión tan esperado momento. Y entonces, repleto de valor, de un valor que jamás antes había tenido la suficiente valentía de acumular, me permitieron expresar lo que sentía yo por ti. El hilo de lo no-dicho, se disipó para entonces a la luz de un cielo raso, al tiempo que tú me entregaste un atisbo de respuesta. Yo, en cierto modo, era plenamente consciente de aquella precipitación por mi parte; pero si de algo estaba realmente seguro por aquel entonces, era del hecho de que no quería volver a tropezar nuevamente frente a la inutilidad de aquel mismo silencio. La sinceridad de tu respuesta, empañó de gratitud la suavidad de la noche. Poco a poco- y si a mí me parecía bien, claro está, dijiste- podríamos intentar fundamentar los pilares con los cuales tratar de alzar una relación. Y no una relación cualquiera, si no una relación en primera persona del plural: Nuestra relación. Y si la escribo justamente con mayúsculas es, precisamente, porque así la imaginaba. Una relación, en la cual, aprenderíamos a dibujar cada contorno, cada gesto, cada contrariedad. A limar cada aspereza, a trabar con efectividad los anclajes de cada uno de sus fundamentos. Pensabas, que la sólida firmeza de nuestros escasos encuentros, sería base suficiente. Y yo, pues qué otra cosa podía hacer que no fuera la de estar sin duda de acuerdo. Tampoco era cuestión de forzar ni mucho menos las cosas- y, menos aún, a costa de hipotecar por tal precipitación futuros acontecimientos. Lo que hubiese de llegar, ya llegaría. Por de pronto, ¡habías sido tan generosa concediéndome una oportunidad! Nuestra relación, que había estado estancada durante tanto tiempo – al menos, sin que tú lo supieses-, y que germinaba por de pronto en mi memoria, debería de acostumbrase a fluir poco a poco. Como un río de agua bien clara que desemboca en el mar. Abrir la compuerta de los afectos de una forma tan brusca y desbocada, tal vez la hubiera desbordado para siempre. Por otra parte, creo que tampoco era cuestión de encorsetarla demasiado; pues, como todo el mundo sabe, al amor, no le gusta para nada vivir sujeto a cadenas. Así, que desde entonces, espero. Espero, con la paciencia que supone la certeza de quererte y algo más. Espero, con el sosiego que supone haber podido remediar un desencuentro que parecía inevitable. Espero, con esa renovada ilusión que me invade cada vez que consigo oír tu voz a través del hilo telefónico. Pero sobre todo, espero, que una vez que los acontecimientos que tanto te afectan y sobre los cuales- por desgracia- no tengo ningún tipo de control más que estas palabras de aliento con las que trato de animarte para que no te derrumbes, estallen en un mal sueño. Y que, para entonces, cuando la brisa del mar se nos muestre favorable, abramos juntos al viento las velas de nuestras vidas y echemos a navegar.